Magisterio
top of page

Magisterio

  • Foto del escritor: Lola R
    Lola R
  • hace 6 días
  • 7 Min. de lectura


ree

Ser maestro está bien cbrn. Sorry si les ofende el lenguaje. Pero es que no  hay otra forma de explicarlo. 


Yo, con honestidad, no sé si siempre quise ser maestra. Jugaba con mis primos y mi tío a la “escuelita” cuando era niña pero no estoy segura si eso fue el llamado… O cuando estaba en cuarto año cedí a la presión de no irme a estudiar Drama, Historia del Caribe o Literatura. Los pobres crecemos escuchando sobre esas profesiones en las que te vas a morir de hambre… The irony.


No quiero que me malinterpreten, yo amo ser maestra. Me encanta educar. Estar en el salón de clases; más allá de los adornos y de los colores. Me gusta el espacio de compartir el conocimiento, de crear.  Ese espacio de ser y de crecer. Siempre hablo de ese momento en el que el estudiante entiende el concepto, lo que dices, lo que explicas y todo le hace sentido.  Hace la conexión y sus ojos brillan. Amo eso. 


Me gusta que mi salón sea un lugar seguro. Que sientan que llegaron a su casa. Que llegaron a su espacio.


En mi salón en ASJ había de todo: una mini cocina, un armario lleno de comida… También, todo lo necesario para sobrevivir un huracán o un terremoto. Desde martillos, una caja de herramientas,  escobas, una plancha de ropa, planchaS de pelo (sí, en plural), un blower y un pote (enorme) de Aquanet que duró como cinco años. Toda la escarcha que pudiera necesitar un país. You name it. Si lo necesitaban, yo lo tenía. Y si yo no lo tenía podíamos pedírselo a Mr. Daubón. 


Hace unos días Rafael me preguntó si me acordaba de la extensión anaranjada que tenía en el salón para conectar la neverita y el microondas. Se me había olvidado. Son tantas cosas. 


Mi salón era el punto de encuentro: las reuniones, los regaños, donde se almorzaba. El escondite para cuando se escapan de la clase de Historia o Religión. Cuando los maestros necesitaban un break de uno de sus estudiantes. El salón con el espejo. Donde podían hacer murales en las paredes. Eran espectaculares.


También era el taller de costura, los ensayos de Oratoria, los ensayos de baile, de teatro. Donde iban por la mañana a peinarse, a tomar café, a calentar el almuerzo, donde se planificaban las proyectos y embelecos que el resto del piso (el segundo piso era el mejor) seguía y apoyaba. Fueron los mejores años. Las mejores experiencias. Los mejores estudiantes. 


Mi salón también se convirtió en el lugar en el que pusieron en acción ayudar al prójimo. A salir a la calle a dar la mano. Muchas veces se convirtió en el centro de acopio, de distribución y almacén. Trabajando todos unidos haciendo desayunos o almuerzos. Hogares, personas sin hogar, albergues, hospitales. Dimos todo lo que tuvimos y más.


Puedo escribir un libro con todas las experiencias, las buenas y las menos buenas de lo que he vivido en el salón de clases. 


Como aquel año cuando hicimos una “hambergada” en mi salón para celebrar el Día del Estudiante. En la parte de atrás del salón montamos una parrilla , tres mesas y nos pusimos a hacer hamburgers… El OLOR a grasa se quedó en ese salón por semanas. O cuando le pedíamos a una pizzería en la calle Loíza 45 pizzas personales para las 10:30 de la mañana. Ese gerente era el mejor, siempre nos decía que sí. 



O, cuando tuvimos que comprar en algún Capri de Bayamón como 50 yardas de tela de saco para hacer como 30 taparrabos para una Noche Puertorriqueña. Habíamos rentado unos disfraces pero la tienda se los dio a otra escuela. Hasta Mami tuvo que cortar y pegar tela para terminar a tiempo.  


Aquella vez  cuando me regañaron por poner una foto de un avestruz en mi bulletin board porque se “parecía” a alguien… ¿Pero qué culpa tiene el avestruz?  Realmente estaba en todos los bulletins pero yo lo compartí… 


Todas las veces que nos quedábamos con los estudiantes esperando que los fueran a buscar después de una actividad. Había una madre que siempre llegaba tarde y siempre llegaba con donas… Queríamos que llegara a tiempo no donas… pero bueno. 


Aquel día, el mismo día de las competencias de Oratoria, cuando  llegó una estudiante con las uñas pintadas de rojo. ROJO. Por poco la mato.  Bregar a las 6 de la mañana con acetona no es de Dios. Ni hablo de los talents shows… Una vez tuve que poner (y quitar) 300 imperdibles para unir las cortinas de backstage. Desde ese día odio los imperdibles, y la palabra imperdible.


Cuando un estudiante me corrió por uno de los pasillos de la academia con una paloma. Lo único que se oía eran mis gritos. O cuando me estaba escondiendo de la abuela de un estudiante y me tuve que encerrar en mi salón. Para poder salir y llegar a mi guagua, fue una misión imposible. O aquella primera vez que un estudiante me vio en sandalias y se sorprendió porque yo era “bajita” y se sentía engañado.


 Los compañeros que adquirí en ASJ son mi familia y todo lo que vivimos juntos en aquellos pasillos y salones lo llevo en lo profundo del corazón. Los almuerzos en el palito, las parrandas y el asopao de pollo de Castrillo antes de la misa de aguinaldo. La pandereta que se le “cayó” a Myrna en medio de la misa… El café de Maribel, las aventuras de Marilú, la sortija que Bonnín nunca me regaló,  las cartas de Letty… y un millón de historias más. 


Pero estar en el magisterio no es fácil por ningún lado. Lo veas por donde lo veas, hay serios problemas que hacen que todo sea más trabajoso. Que todo sea más cuesta arriba, más complicado. 


Cuando trabajaba de maestra en Estados Unidos me quejaba, constantemente, de los simulacros que debíamos realizar sobre “tiradores activos”. Cómo proceder en caso que entrara una persona armada a la escuela. Entre las instrucciones, siempre había una que me destrozaba: si un estudiante salía del salón y ocurría la emergencia, no le podías abrir la puerta. Una vez cerrada la puerta del salón no se abría. 


Ustedes se imaginan la situación si uno de mis minions sale del salón, ocurre la emergencia y yo no puedo abrirle la puerta. Nunca dejo de pensar en eso. NO SE ABRE LA PUERTA. Creo que jamás me podría perdonar si algo así pasara. 


Todas las  veces que me tocó estar en un lockdown. 


Una de esas veces no nos decían qué pasaba, si era otro simulacro o era una emergencia real. Cuando comenzaron a correr los rumores… sí, la emergencia era real. Recuerdo el miedo y la impotencia que sentí. Pero no podía demostrarlo porque tenía a mi grupo de high schoolers y había que estar en calma. 


La puerta y las ventanas cerradas, las cortinas abajo. El cristal de la puerta cubierto y los locks puestos. Silencio. Las luces apagadas. Todos sentados en el piso en la parte de atrás del salón.


 El silencio era tan fuerte y pesado que aún lo recuerdo. Yo podía escuchar los latidos de mi corazón.  Los nenes comenzaron a escribirle a sus padres. 


Llamé a Mami y le expliqué lo que pasaba. Llamé a mi mejor amigo, Rafael, y le dije. Llamé a otra amiga que era mi vecina. Que estuvieran pendiente. Just in case. Por si algo pasaba.    


Después de ese año, decidí tomar un descanso del magisterio. Lo necesitaba. Mi mente y mi cuerpo. 


En los años anteriores a eso, en Puerto Rico, aunque no tenías las constantes amenazas de tiroteos, teníamos igual, mil cosas que hacían la carga pesada. 


Una de ellas es, fue y serán los problemas de disciplina de los muchachos. Si no es el más fuerte, definitivamente está en el top 3. Esos issues comienzan en la casa. Hay o no hay disciplina. Le han enseñado o no el respeto y las normas de convivencia. La responsabilidad. La tienen o no la tienen. Escasea. 


También, la falta de amor. Ese  es un problema serio. Cuántos muchachitos llegan a nuestros salones faltos de atención, de cariño, de amor. Más de lo que ustedes se imaginarán jamás. Es una de las peores carencias que alguien puede enfrentar y no siempre lo podemos identificar. Ese “los quiero, se portan bien” al final de mi clase jamás va a faltar. 


El hambre y la necesidad. Existe. Es fuerte y latente. 


A través de todos estos años en el magisterio he aprendido a ver a mis estudiantes, a mis minions,  como si fueran mis hijos. Los amo con la vida y a cada oportunidad que tengo les digo lo orgullosa que estoy de ellos. Porque lo estoy. Lo mucho que los amo. Lo feliz que me hace verlos ser.


 La vida me ha permitido verlos crecer y convertirse en profesionales aquí en Puerto Rico y en el extranjero. Los he visto casarse, crear sus familias, perseguir sus sueños. Pasear con ellos en Chicago y bailar en sus bodas. Escuchar ese: ¡MAESTRA!, cuando nos  encontramos por pura casualidad en Manhattan y poder darnos el abrazo más perfecto en medio del ruido de la ciudad. Cuando me lo piden, les cocino o les llevo cupcakes. No sé decirles que no. 


También me ha tocado llorar con ellos y consolarlos. Llorar la pérdida de padres, abuelos, hermanos y de un compañero especial. Ese abrazo en medio del dolor. 


Hemos vivido mucho y bonito y no cambiaría eso por nada del mundo. 


El pasado mes de septiembre regresé al salón y estoy muy feliz. Me hacía falta. Los issues de siempre continúan y después de la pandemia se han intensificado de manera desorbitada. Tantas deficiencias, tantas carencias, tanto y tanto que si comienzo a enumerarlas no termino. 


Pero tengo fe y esperanza en los muchachos y en el resto de los maestros que sí dan la milla extra. En los padres dedicados y responsables. En el mañana. 


Ahora, para algunos minions soy “maestra Lolen” y siento que seguir en esto vale la pena.

 
 

Entradas recientes

Ver todo

Drop Me a Line, Let Me Know What You Think

Thanks for submitting!

© 2023 by Train of Thoughts. Proudly created with Wix.com

bottom of page